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miércoles, 29 de febrero de 2012

Soneto Nº2 del libro 100 sonetos de amor de Pablo Neruda

 SONETO II

Amor, cuántos caminos hasta llegar a un beso,
qué soledad errante hasta tu compañía!
Siguen los trenes solos rodando con la lluvia.
En Taltal no amanece aún la primavera.
Pero tú y yo, amor mío, estamos juntos,
juntos desde la ropa a las raíces,
juntos de otoño, de agua, de caderas,
hasta ser sólo tú, sólo yo juntos.
Pensar que costó tantas piedras que lleva el río,
la desembocadura del agua de Boroa,
pensar que separados por trenes y naciones
tú y yo teníamos que simplemente amarnos,
con todos confundidos, con hombres y mujeres,
con la tierra que implanta y educa los claveles.

lunes, 27 de febrero de 2012

Soneto Nº49 del libro 100 sonetos de amor de Pablo Neruda

Soneto XLIX 


Es hoy: todo el ayer se fue cayendo 
entre dedos de luz y ojos de sueño, 
mañana llegará con pasos verdes: 
nadie detiene el río de la aurora. 
Nadie detiene el río de tus manos, 
los ojos de tu sueño, bienamada, 
eres temblor del tiempo que transcurre 
entre luz vertical y sol sombrío, 
y el cielo cierra sobre ti sus alas 
llevándote y trayéndote a mis brazos 
con puntual, misteriosa cortesía: 
Por eso canto al día y a la luna, 
al mar, al tiempo, a todos los planetas, 
a tu voz diurna y a tu piel nocturna.

domingo, 26 de febrero de 2012

El avión de la bella durmiente

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo  hacía  la  cola  para abordar  el  avión  de Nueva  York  en  el  aeropuerto  Charles  de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo  estaba  en  la  fila  de  registro  detrás  de  una  anciana  holandesa  que  demoró  casi  una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. «Claro que sí», me dijo. «Los imposibles son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

— Me da lo mismo — le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla
fosforescente.
— Escoja un número — me dijo,: tres, cuatro o siete.
— Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
— En quince años que llevo aquí — dije primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
— ¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera — dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en  los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje.
Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.

Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.
Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó  la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para
oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había  tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.

— A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas.
Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan
cerca de mis brazos maniatados», pensé, repitiendo en la cresta de espumas de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su niel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

 — Quién iba a creerlo — me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—  Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por  la champaña y los fogonazos mudos de la película, y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona.
Parecía un muerto olvidado en el campo de  batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.

Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los
estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y  
prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en
estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El  sueño  de  la  bella  era  invencible.  Cuando  el  avión  se  estabilizó,  tuve  que  resistir  la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. «Carajo», me dije, con un gran desprecio. « ¡Por qué no nací Tauro!». Despertó sin ayuda en el instante en que se
encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar.

Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo  para  no  mirarme  hasta  que  la  puerta  se  abrió.  Entonces  se  puso  la  chaqueta  de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las
Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio  1982.

GABRIEL GARCÍA MARQUEZ
12 CUENTOS PEREGRINOS

viernes, 24 de febrero de 2012

Los hijos/3 (Dias y noches de amor y de guerra)

Hace once años, en Montevideo, yo estaba esperando a Florencia en la puerta de la casa. Ella era muy chica; caminaba como un osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta cualquier hora y por las mañanas trabajaba en la Universidad. Poco sabía de ella. La besaba dormida, a veces le llevaba chocolatines o juguetes.
La madre no estaba aquella tarde, y yo esperaba en la puerta de la casa el ómnibus que traía a Florencia de la jardinería.
Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor hacía pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el piso.
La senté en mis rodillas y le pedí que me contara. Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces volví a pedirle:
Andá, decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que no la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado.



EDUARDO GALEANO

jueves, 23 de febrero de 2012

Homenaje a García Marquez

Escribo estas líneas para honrar a un gran escritor: Gabriel García Márquez.

Para comenzar debo comentar que leí su primer libro a los 12 años, el cual fue CRONICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, me resultó bastante interesante, hoy, 8 años después me resulta sin desperdicio esta novela. Pasó un tiempo prolongado (4 años) para volver a tomar un libro de él, hasta que decidí comprar EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA, de esta obra de arte comprendí lo que es el olvido en la escritura, la esperanza de un hombre que espera su recompensa luego de una guerra, una jubilación que nunca llegó.

Posteriormente fui comprando más y más libros de Gabo, ya que su realismo mágico lograba que mi imaginación llegara a un punto que nunca lo había encontrado con ningún escritor.

Dentro de sus inventos me resulta importante mencionar la invención de Macondo, ese lugar de mala muerte, donde el tiempo pasó y quedó siempre la misma gente, esa tierra que fue absorbida por la soledad.
Hace un par de meses leí VIVIR PARA CONTARLA, y terminé de concluir que la admiración que tengo para con este señor es única. El día que terminé de leerlo sentí que necesitaba leer una segunda parte, una continuación, que este libro no culmine con su exilio a Europa, que esta biografía sea de toda su vida, no solamente de sus años de juventud.

Días atrás con una compañera universitaria en una de nuestras típicas charlas sobre política, ideología, forma de pensar, literatura, le presté LA AVENTURA DE MIGUEL LITTÍN CLANDESTINO EN CHILE, a los días le pregunté que le había parecido y me comentó que le había gustado.

Con este entusiasmo a cuestas, decidí prestarle a otros 2 compañeros RELATO DE UN NAUFRAGO y EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA respectivamente, ambos contestaron que les gustó bastante, me sentí realmente satisfecho en lo que respecta a poder disfrutar con alguien más mi pasión literaria y por sobre todas las cosas compartir sueños.

Si tuviera que hacer una escala de los libros que más me gustaron de él considero que sería la siguiente:
1)      Vivir para contarla: Su biografía me resulta excelente, sus años de estudiante, su vida en Aracataca, su niñez, su juventud, y su amor por la literatura reflejada en sus primeras escrituras.

2)      Noticia de un secuestro: Esta novela me pareció la descripción perfecta de la situación que se vivió durante la década de 1990 en Colombia durante la presidencia de Gaviria, con secuestros, terrorismo, drogas y narcotraficantes que se movían  con total impunidad en un país manejado por el dinero que ingresaba desde negocios ilegales.

3)       El general en su laberinto: Fue uno de los últimos que leí, resaltó lo que es un verdadero prócer como Simon Bolivar en sus últimos días de vida, agonizando culpa de sus incesantes dolores y la fuerza de un hombre que luchó hasta último momento por un continente unido, un solo país, una sola América.

Algunas veces cuestiono mi criterio para la lectura, al punto de prestar libros de él con la intención de escuchar una opinión, aunque sea diferente de la mía, y por sobre todo ver que le pareció, si le gustó, si lo entendió.

Soy partidario de la idea de que soñar no cuesta nada, y como tal, sumergirse en estas obras le enseña a uno mismo a discernir entre lo bueno y lo malo.

A nivel político preferiría no entrometerme, ya que no me considero una persona capacitada como para juzgarlo, solo lo hago desde el punto de vista de fanático de sus libros, escuché mucha gente que lo cuestionó por ser “ZURDO” y porque es amigo de Fidel Castro, a esto lo considero algo irrelevante ya que considero que si respeta los principios de la democracia, puede tener el enfoque político que desee; no pienso cuestionar su visión política.

Para concluir quisiera que la gente de mi edad (20 años) leyera aunque sea un par de libros de García Márquez, ya que considero que hacen volar la imaginación, y por sobre todas las cosas, SOÑAR CON UN MUNDO MEJOR.

Estimados lectores, este fue mi humilde parecer del novelista Latinoamericano que más me identifica.
SALUDOS, Y ¡VIVA LA CULTURA!
IGNACIO GIARDINI.

martes, 21 de febrero de 2012


El viajero del más allá

EL VIAJERO DEL MÁS ALLÁ

Juan amaneció después de una noche de reflexión. Llevaba mucho tiempo trabajando y pensó en tomarse unos días de vacaciones, comprendió que tantos días esforzándose merecían un descanso merecido.
Decidió ir a la estación de colectivos, y compró el ticket que más lejos lo iba a llevar, un rumbo lejano, sin nada cerca, una ciudad que por los comentarios era muy pintoresca. Luego de armar los bolsos, con los nervios a flor de piel por esta travesía sin precedentes en su vida, la cual lo iba a depositar en un lugar nunca visitado. Subió al colectivo 20 minutos antes de que comience la aventura, viajó durante 18 horas, solamente con 2 paradas antes de llegar al lugar indicado, durante su viaje comprobó que ninguno de los pasajeros llegaba a esta ciudad, y que él sería el único viajero que quedaría arriba del colectivo. Mientras viajaba iba observando el hermoso paisaje, grandes ciudades, muchos pájaros, campos al pasar, gente trabajaba a la par de la ruta, y de vez en cuando veía un par de niños que saludaban a todo vehículo que se trasladaba. Las horas fueron pasando, la gente bajándose, hasta que solo quedó en el colectivo. A la mañana llegó a destino, habían sido muchas las horas de viaje y el cansancio pasaba factura, los nervios no lo habían dejado dormir mucho tiempo pero a su vez la emoción lo inquietaba al punto de querer recorrer el pueblo sin dormir, el cansancio se escondía tras la ilusión de conocer un nuevo lugar.
En la misma estación decidió desayunar, pidió un café y con 2 medialunas, y preguntó al mozo que lugar podía ir a conocer, este le explico que el pueblo poseía una iglesia hecha por los jesuitas, la cual había sido edificada en 1750 la cual se encontraba en condiciones intactas, también aconsejó conocer el centro histórico que todavía debía guardaba reliquias históricas de los indígenas que algún tiempo estos lugares habían habitado y la plaza principal, en la cual había siempre sentada una mujer que siempre hablaba con la poca gente que llegaba y no era de este lugar; para ir a todos estos lugares debía caminar por las calles angostas en las cuales solo se podía pasar caminando, o en bicicleta en su defecto. Terminó con su café y su medialuna, pidió la cuenta, pagó y se marchó. Caminando por las calles aconsejadas fue viendo que este pueblo poseía varias casas de adobe, que la gente tomaba mate en la calle, que lo saludaban cada 20 metros y sintió un extraño.
Fue preguntando y llegó hasta la plaza, en la cual vio a la señora que el mozo de la estación le había dicho que residía todo el día ahí, decidió acercarse, ella notó su presencia, le hizo un lugar en su banquito y comenzó el dialogo.
-Hola nene, ¿cómo le va? no es de acá ¿no?
-Hola señora, yo muy bien, ¿usted? No, no soy de acá, vengo de un lugar muy lejano, vine a conocer este pueblo ya que me habían comentado que poseía varias bellezas arquitectónicas y una historia muy rica.
- Yo bien, viendo la vida pasar. Que raro que te hayan comentado eso, hace mucho que yo no veo a alguien que no sea de aquí dando vueltas por la plaza.
-Mire usted, y cuénteme, ¿cómo es la historia de este pueblo?
-Mire m’jo, este pueblo fue fundado por los jesuitas en 1680 durante una misión al norte, resulta que se terminaron quedando, ellos tenían plantaciones de todo tipo, la poca gente que residía siempre tenía para comer, y se comenta que este pueblo vivía de carnaval en carnaval, la plaza estaba florecida todo el año, la gente bailaba casi todo el día, y la música de los pájaros formaba coplas que se acompañaban con letras inventadas por la gente.
-Ah, y ¿qué pasó que terminó así este lugar?
- Los años fueron pasando, el auge de este lugar fue a principios de 1900, por acá pasaba el tren, se llevaba granos de acá, carnes y traían otras tantas cosas, luego comenzó a circular el tren con personas, imagínese m'jo, surgía la ciudad alrededor de las vías del ferrocarril, la gente se bajaba, conocía, recorría y se interiorizaba sobre nuestro pueblito.
-Mire usted, y ¿qué pasó con el tren? Le pregunto por qué vi las vías abandonadas.
- Los años no vienen solos, el tren dejó de pasar, la gente dejó de venir, los más jóvenes emigraron a las grandes ciudades, allá estudiaron, trabajaron  y jamás volvieron.
Hoy aquí solo residimos las personas mayores de 60 años y somos bien conscientes que el día que nuestras generaciones desaparezcan, este lugar quedará bajo polvo y el olvido todo lo cubrirá.
-Y usted, ¿tiene hijos señora?
-No, yo me case con 25 años, al segundo año de matrimonio  mi marido desapareció, me dijo que se iba a trabajar unos días a la ciudad, y jamás regresó, al tiempo me enteré que había fallecido en un accidente de tránsito, imagínese niño lo que fue para mí, viuda en mi casa, llena de recuerdos de él.
- ¿Y nunca rehízo su vida? Usted era joven.
- Jamás, yo siempre fui mujer de un solo hombre, él fue mi hombre, y en este pueblo de mala muerte si rehacía mi vida iba a ser juzgada y tratada como una puta.
- Mire usted, ¿y que más me puede contar de este lugar?
-Mira, ¿te doy un consejo? Anda a la iglesia y recorre la ciudad.
- Le voy a hacer caso, porque no tengo mucho tiempo y me gustaría conocer todo lo que me dijo, su historia es realmente conmovedora,pero muy certera.
-Chau hijo, te deseo lo mejor en tu vida.
Juan la saludó y entendió que esta mujer guardaba una frustración adentro suyo, fue y recorrió la iglesia, el centro histórico, demás plazas y lugares. A los 2 días regresó a su ciudad, y comprendió que muchas veces el olvido ataca cosas valiosas de la gente, pero por sobre todas las cosas aprendió que las palabras sabias de la señora le habían enseñado a valorar lo que tiene, a cuidar a su gente y a comprender que desde que el tren dejó de pasar, este pueblo había dejado de bailar, hoy solamente quedaban cenizas del pueblo que había sido; memorias de un pasado prospero que quedo trunco con el paso del tiempo, recuerdos que jamás serían olvidados, por esta mujer y todos los pobladores.


IGNACIO GIARDINI